De cuando me hicieron ojo y un Merlin de quinta me curó. Me encontraba yo en el mostrador de una tienda en un barrio de la ciudad de Guatemala disfrutando del calor mañanero que inunda los todos los rincones de la ciudad a diario, excepto en diciembre. Era yo un pequeño cachorro de humano de apenas algunos meses, envuelto en una docena de cobijas que dormía incesantemente despertando solo para ali‐ mentarme. La venta ese día estaba siendo buena, las personas entraban y salían de la tienda, no sin antes adular a la pequeña criatura que dormía cerca del mostrador. Como es costumbre en la ciudad el típico hombre que la noche anterior se había dedicado a elevar sus niveles de alcohol, llegó a la tienda a buscar algo para normalizar sus sentidos. Desafortunada‐ mente en esa ocasión no había tal producto por lo que el hombre, enfurecido, salió súbitamente de la tienda. Pero antes de irse alineó sus ojos con el bebé que estaba ahí, yo, y luego salió. Al rato me comencé a sentir mal, lloraba mares y no comía; y cuando comía lo devolvía. Mis abuelos intentaron curarme con todos los remedios cáseros que recordaban pero nada me hacía mejorar. Estaban muy preocupa‐ dos. Antes de proseguir, sabrá el lector que aquí, en Guatemala, se tiene la creencia que si un borracho o una mujer en su regla mira fijamente a un bebé le causa la terrible condición llamada ‘ojo’. Que normalmente incómoda demasiado al bebé e incluso han habido casos en los que el resultado es fatal. A todo esto yo seguía mal y nada parecía caerme bien. Según mis abuelos, este mal no tiene ciencia; no hay doctor que pueda con este padecimiento, lo necesario en estos casos era acudir a un ser con capacidades fuera de este mundo; un ser que supiera los secretos de la vida y existencia humana; y que pudiera ayudar a este pequeño a curar su malestar. En otras palabras, me llevaron con un brujo, Don Geranio. Don Geranio se encontraba en su ’taller’ haciendo cosas de bru‐ jos, cuando mis abuelos entraron, conmigo en brazos, y casi gritando le solicitaban al brujo ayuda para hacer desapare‐ cer mi padecimiento. El brujo ni lento, ni perezoso comenzó a hacer sus maromas de brujo y a mezclar líquidos con olores extraños. Luego se dirigió a mi y comenzó a aplicarme sus‐ tanacias misteriosas, sacudir hierbas de procedencia de‐ sconocida frente a mi y mover las manos de forma bastante peculiar. Sorprendentemente todo esto funcionó y yo había dejado de llorar, tal vez por la gracia que me causaron las maromas del brujo, en cualquier caso, llevarme ahí me había mejorado y ya podía volver a casa tranquilo. Lo que Don Geranio recomendó, y lo que popularmente se sabe, es que todo bebé debe tener una prenda o accesorio de color rojo en todo mo‐ mento para evitar que a este le de ojo. Las razones científicas detrás de esto son desconocidas para mí, aún de‐ spués de todos estos años. Pero bueno, cuando se trata de la vida de los pequeños no hay que arriesgarse; así que a correr la voz: ¡el rojo salva vidas!