Teclas 10 de abril de 2024 --- Un compañero de tp compartió hace tiempo en el bbj un artículo titulado «How We Use Computers»: https://ploum.net/2022-12-03-reinventing-how-we-use-computers.html Su autor habla ahí de que las computadoras se han convertido en dispositivos diseñados para el consumo de contenido. Así, el hardware más importante con el que solemos interactuar es la pantalla. De modo que ahí donde han surgido tabletas, teléfonos, televisiones inteligentes, terminales bancarias, etcétera, y cada vez mayores resoluciones y brillos y colores, los teclados han perdido relevancia. Incluso en una laptop, por ejemplo, dice el autor del artículo, el teclado está hecho para encajar en la longitud de su majestad la pantalla, no para las necesidades y limitaciones físicas de nuestras manos y dedos de por sí habituados al maltrato. No sé si venga al caso, pero me hizo pensar también en si ese cambio modificará también los procesos de nuestra cabeza cuando escribimos. Porque las herramientas determinan montones de veces el trabajo que realizamos con ellas. A causa de su metrónomo, por ejemplo, del que mucho tiempo se sospechó algún defecto, Beethoven indicó tempos demasiado veloces en sus partituras.[^1] ¿Qué pasará con los procesos mentales que terminan en cosas tales como la escritura? Hice memoria y recordé que cuando, contra toda previsión razonable, logré ingresar en la universidad, mis necesidades de escritura eran cubiertas por cuadernos escolares y una Olivetti heredada de mi madre, de sus tiempos ---en los años 70--- como asistente contable en una filial local de la Phillips Company. Toda la vida, todos en la familia habíamos escrito en esa máquina los documentos y trabajos «importantes». Y todos empleábamos ---como toda la gente, supongo, que tenía una máquina de escribir (y que era un montón, creo)---, con más o menos imaginación, las opciones de formato que permitía su teclado y palancas. Desde el prodigioso encolumnador, que usábamos para atorar el carro en determinadas partes del renglón y crear columnas, hasta subrayados y separadores del estilo de: ____ ---- -o-o-o- xxxxxxx Cosas así. (Caprichos espirales de la historia mediante, el efecto que conseguíamos era similar al que produce hoy un texto en markdown, como leí por aquí en ya no recuerdo dónde, perdón). Eran máquinas bellas, con una curva de aprendizaje muy mínima respecto del papel y el lápiz (a los que por fortuna la especie no ha jubilado, todavía).[^2] El caso es que hasta ese momento, ya adulto, mi experiencia con las computadoras había sido, cuando menos, ineficiente. En bachillerato mis maestros me habían obligado a usar algún procesador de textos cuyo nombre no recuerdo (pero ya tenía dibujo de hoja blanca como fondo de pantalla) y al que sólo tenía acceso a través del centro de cómputo de la escuela. Para usarlo, además, debía «apartar» una computadora con al menos un día de anticipación (o más, si era fin de semestre). Los profesores, supongo, imaginaban que de ese modo contribuían a la formación de sus estudiantes. Sin duda era así. Yo no entendía, sin embargo, por qué no podía redactar las tareas en mi Olivetti, con su tipografía de ancho fijo perfectamente legible. En aquel momento, recuerdo, había invertido ya mucho tiempo y esfuerzo para escribir (con ayuda de notas tomadas a mano, casi siempre) directo en la máquina cada oración que construía en la mente. Con no poca indignidad y yeso corrector, solía conseguirlo. Pero de ese modo me obligaba a pensar antes de teclear en el orden de cada palabra, en el sentido de cada oración. Sentía que de aquel modo acometía un trabajo, vamos a decir, literario, incluso cuando sólo redactaba un oficio de permiso o alguna tontería semejante. Desde luego, lo hacía porque imaginaba que así es como habían procedido mis ídolos literarios del siglo XX (gente hipermoderna donde la hubiera, según me parecía). Y entonces llegó la arrogancia pedagogicista del futuro a reeducarme y a exigir textos en no recuerdo qué tipografía a 12 pt, bajo pena de cagarse en mi boleta y punto. Así fue como cada fin de mes, poco más o menos, a falta de medios, debí casi acampar en el centro de cómputo escolar para concluir las tareas en el plazo solicitado por mis maestros. Estoy bastante seguro de que no fue por eso que abandoné el bachillerato en aquella escuela, de todos modos muy por encima de las posibilidades de mi familia. Pero algo sumó esa circunstancia a la pila de cosas de las que me «liberé» (así lo percibí) al largarme. En cualquier caso, no entendí, entonces ni hoy, cuál era el punto de cambiar mi flujo de trabajo de escritura en la máquina. Y no lo hice. Ni siquiera cuando mi padre me regaló una computadora de las que descartaron en su trabajo y que empleé, durante unos dos años, creo, apenas para jugar Prince of Persia. Y hasta ahí llegó la curiosidad que me inspiró la nueva máquina. Luego, no sé bien. Creo que conocí internet y que me alcanzó también la obligación laboral de usar Word. Con el uso de la computadora, empecé a olvidarme, poco a poco, de la Olivetti de mi madre, que había sobrevivido al uso cotidiano de todos en mi familia, niños y adultos, durante tres décadas (¿cuántas computadoras durarán en uso hoy ese tiempo?). Y a olvidarme también del conocimiento que había logrado reunir alrededor de esa máquina. Por ejemplo, el lenguaje que uno aprendía con el mero uso: carro, palanca, atorar... O la cultura gráfica alrededor de sus caracteres, empleados para crear patrones de función decorativa, a veces, pero también semántica (por ejemplo, los títulos en subrayado o en caja alta). Y, sobre todo, la obligación de pensar ---con ayuda previa de lápiz y papel o al vuelo como hacíamos los imprudentes--- lo mejor posible en aquello que uno quería poner en claro sobre el papel. Quiero decir, el trabajo, gozoso a veces, de elegir las palabras con cuidado, para no emborronar la hoja y desecharla o, más importante, para que otros entendieran lo que habíamos querido decirles. Hoy podemos escribir mil versiones de lo mismo. Borrar. Combinar. Dar formato. Lo que sea. Y lo hacemos. Pero dudo, aun así, que aquella «educación para el futuro» rindiera los frutos premonizados por mis maestros en el bachillerato. El rumbo de la economía mundial y la precarización del trabajo ofrecen hoy algunas pistas dolorosas al respecto. En cuanto a las computadoras, la mayoría continuamos sin entender casi nada sobre ellas. Nos sentimos extraviados sin cosas como los rectángulos blancos que simulan hojas de papel, una simulación útil, precisamente, para no tener que escribir ni almacenar datos, ideas, palabras ---dios ni el diablo lo permitan--- en hojas de papel. [^1]: Mucho tiempo se sospechó de algún defecto en el metrónomo de Beethoven. Hoy se sabe, supongo que casi sin duda, que fue el propio compositor quien lo usaba de forma incorrecta. Incluso corrigió obras anteriores para adaptarlas al metrónomo, en honor a lo que él debió creer la precisión. Y por eso, dice esta nota, conviene siempre leer las páginas del manual (RTFM): https://elpais.com/ciencia/2020-12-16/no-tan-rapido-una-explicacion-cientifica-al-misterio-del-metronomo-de-beethoven.html [^2]: gopher://texto-plano.xyz/0/~hora_z/escritos/claves.txt