¿Qué ven los astronautas cuando cierran los ojos?

 

“Ocurrió en la primera noche de viaje hacia la Luna, una vez pasados los cinturones de Van Allen. Cerramos las ventanillas y apagamos las luces y Mike Collins se quedó a la escucha mientras Neil [Armstrong] y yo nos quedábamos abajo.

De repente vi un fogonazo, y después otro. Y antes de que pudiera moverme para comprobar qué era, se había ido. Puede que fuera un reflejo. Me quedé así hasta que decidí ir a dormir.

Así que al día siguiente pregunté a los dos compañeros:

- Chicos, ¿visteis algo curioso la última noche, como fogonazos o algo? Mike, ¿viste algo?

- No, yo no vi nada.

- ¿Neil?

- Oh sí, yo vi alrededor de un centenar de ellos.

Bien, parecía obvio que aquello estaba dentro de la nave, puesto que las ventanas estaban cerradas. Así que al regresar lo contamos y la siguiente misión fue informada.

Y subieron ahí arriba, y ellos también pudieron ver las luces con sus ojos cerrados”.

 

Con estas palabras describía el astronauta Buzz Aldrin en el año 2008 lo que él y sus compañeros habían vivido en la primera noche de viaje hacia la Luna en el Apolo 11. Aldrin ya había hablado alguna vez del fenómeno, pero pocas veces había descrito de una forma tan explícita e impactante lo que sintieron de aquel 16 de julio de 1969. Él y Armstrong fueron los primeros en percatarse y en informar a la NASA de que veían unos extraños destellos cuando cerraban los ojos en el interior del módulo lunar. Lo que estaban describiendo no era, sin embargo, ningún fenómeno paranormal, sino una realidad habitual en los viajes espaciales que no ha dejado de sucederles a los astronautas de las distintas misiones, desde los tripulantes de los transbordadores a los inquilinos de las estaciones espaciales.

Intrigados por aquel primer informe, los científicos tomaron nota y decidieron seguir investigando. Para comprobar que los destellos obedecían a algún estímulo físico real, la NASA desarrolló un experimento denominado ALFMED con el que equiparon a los astronautas de las siguientes misiones. Se trataba de un casco, una especie de careta de soldador, diseñado para capturar el impacto de algún tipo de partícula que pudiera causar aquellos destellos y comprobar si coincidía con las observaciones visuales de los astronautas.

En los siguientes viajes a la Luna, el control de Houston pedía cada noche a los astronautas que pararan durante una hora antes de irse a dormir y esperaran en la oscuridad a que los destellos aparecieran. Uno de ellos llevaba el casco ALFMED y junto a los otros dos iba comunicando a Tierra cada vez que divisaba un nuevo fogonazo. En las grabaciones y transcripciones oficiales de cada misión se puede encontrar sus conversaciones. “Nos gustaría que nos hagáis una señal cada vez que uno de vosotros tres vea un destello”, pedían desde tierra durante la misión Apolo 15. “Podéis indicar quién está hablando y una descripción de lo que veis: la posición, el color, etc.”. A continuación, la grabación recoge las indicaciones de David Scott, James Irwin y Alfred Worden, que dan su nombre cada vez que avistan una luz. Al terminar, resumen sus impresiones: “Diría que el 90% eran un punto de luz”, resume Scott. “Parecen destellos”, añade Worden. “He visto muy pocas ramificaciones o patrones radiales. Todos parecen puntos de luz”.

En las tres misiones Apolo que midieron sistemáticamente el fenómeno (15,16 y 17) la media de destellos llegó a ser de dos por minuto. Pero el número de eventos variaba según la zona. “He visto cinco en quince minutos”, afirma Charles Duke durante el viaje del Apolo 16. Los destellos se seguían viendo en las proximidades de la Luna, muy lejos de la Tierra. A 297.702 kilómetros de nuestro planeta los astronautas describen un auténtico espectáculo en sus retinas.

- Duke: Punto brillante en el ojo izquierdo, arriba a la izquierda. 

- Mattingly: Fogonazo en el fondo del ojo derecho. Punto blanco. De izquierda a derecha.

- Duke: Difuminado por la izquierda. Punto blanco muy apagado en el ojo izquierdo, muy escorado a la izquierda.

“Esas cosas”, explica Duke más tarde, emocionado, “esas cosas son algo, Don. Ha habido algunas formas del fenómeno que había visto antes y que no he visto hoy, pero también hoy había otras que eran diferentes. Son instantáneas. Todos los colores son blancos, todos los que hemos visto. No vemos colores en absoluto”. “La primera noche”, asegura en otro momento, “durante el primer periodo para dormir, vi numerosos flashes antes de acostarme, probablemente con una frecuencia tan alta como tres o cuatro por minuto. A la mañana siguiente no eran tan numerosos, y tampoco en la última noche”.

En el informe final de los experimentos realizados en las misiones Apolo, la mayoría de los eventos descritos por los astronautas eran de tres tipos: puntos, rayos o nubes, y todos describen el fenómeno como incoloro, salvo en el caso del comandante Scott (Apolo 15) que aseguró haber visto un destello “como un diamante azul”. En ocasiones los fogonazos aparecían en parejas, muchas veces dos en el mismo ojo o uno en cada ojo. Al revisar las trazas dejadas en el experimento ALFMED, los científicos comprobaron que había coincidencias suficientes para considerar que los destellos eran provocados por una partícula externa. El análisis de las placas del Apolo 17, por ejemplo, mostró un total de 2.360 trazas individuales que coincidían con la trayectoria descrita por los astronautas.

¿Qué estaban viendo aquellos hombres cuando cerraban los ojos en el espacio?

Lo que los astronautas ven cuando abandonan la atmósfera terrestre es el efecto de los rayos cósmicos, partículas (en su mayoría protones) aceleradas en algún lugar dentro o fuera de la galaxia que atraviesan el sistema solar y alcanzan lo que encuentran a su paso, incluidos sus párpados y sus retinas. Cuando la partícula atraviesa su ojo, impacta en el sistema nervioso y genera una señal que el cerebro interpreta como un destello. El fenómeno solo se produce en el espacio, lejos de la capa protectora de la atmósfera que amortigua buena parte de esta radiación e impide que nosotros también vayamos por ahí viendo chiribitas. Y los impactos, claro está, no son muy buenos para la vista. Años después de regresar a la Tierra muchos de estos astronautas sufrieron un mal conocido como “cataratas del espacio” a causa de la potente radiación cósmica. Al menos 39 antiguos astronautas habían sufrido esta dolencia hasta 2001, y 36 de ellos volaron en misiones de larga exposición, como el caso de los viajes del Apolo.

En la Estación Espacial Internacional (ISS) se han seguido realizando pruebas sobre estos flashes de luz. El astronauta Don Pettit, describió así el fenómeno: “En el espacio veo cosas que no están allí. Fogonazos en mis ojos, como hadas luminosas que bailan, un momento sutil de luz que es fácil de ignorar cuando estoy inmerso en las tareas cotidianas. Pero en la oscuridad del módulo donde dormimos, con los párpados cayéndose por el sueño, veo esas hadas relumbrantes. Mientras me duermo, me pregunto cuántas pueden bailar en la cabeza de un alfiler en órbita”.

La radiación cósmica no solo daña los ojos de los astronautas, sino que puede provocar problemas en los equipos a largo plazo. “Lejos de la protección que ofrece la atmósfera”, escribe Pettit, “los rayos cósmicos nos bombardean dentro de la estación espacial, atravesando el cráneo casi como si no estuviera allí. Golpean todo lo que está dentro de la estación, causando problemas como bloquear nuestros ordenadores o quitar de golpe algunos píxeles a nuestras cámaras. Los ordenadores se recuperan reiniciándolos, pero las cámaras sufren un daño permanente. Después de un año, las imágenes que tomamos aparecen cubiertas con una niebla electrónica”.

El origen de estas partículas cósmicas sigue siendo un misterio. Para conocer mejor su historia, debemos remontarnos a principios del siglo XX, cuando se estaban descubriendo los principios fundamentales de la materia y del modelo atómico. Estamos en 1912 y nos encontramos a un tipo con bigote y sombrero subido en un globo aerostático a 5.300 metros de altitud. El físico austriaco Victor Franz Hess estaba midiendo los niveles de ionización – la actividad de las partículas- a gran altura. Unos años antes, el físico Theodor Wulf ya había tratado de medir los niveles de radiación ionizante en lo alto de la Torre Eiffel, pero sin resultados concluyentes. La física de aquellos años indicaba que la radiación debía encontrarse asociada a los elementos que existen en la tierra, así que lo esperable era encontrar menos radiación a medida que uno se elevaba en el globo.

Pero lo que Hess comprobó fue que sucedía justo lo contrario. A medida que ascendía, había más radiación. Para descartar que la radiación proviniera del sol, midió los niveles durante un eclipse solar y llegó a la conclusión de que la causa de aquel comportamiento de las partículas estaba en el espacio exterior. En 1936 le dieron el premio Nobel de Física por el descubrimiento de los rayos cósmicos, y desde entonces decenas de científicos han tratado de profundizar en su naturaleza.

El problema de estos protones viajeros es que son particularmente esquivos. Para detectar la radiación que golpea nuestro planeta desde el espacio profundo se han construido detectores bajo la tierra, en el corazón de grandes montañas como el monte Tobazo (en Canfranc), bajo el hielo de la Antártida (el observatorio Ice Cube), o en la increíble extensión que ocupa el observatorio Pierre Auger, en Argentina, una superficie equivalente a la isla de Mallorca. El impacto de estos protones se detecta por indicios indirectos, por los efectos que provocan al entrar en la atmósfera y desatar una cascada de reacciones entre partículas, o cuando atraviesan el agua, golpean un núcleo atómico y producen un instante de luz.

También se buscan pistas sobre el origen de los rayos cósmicos desde los grandes observatorios y  telescopios espaciales, y los datos recopilados hasta ahora permiten pensar, con cierta prudencia, que proceden de tres posibles fuentes. En primer lugar se sabe que parte de esta radiación procede del sol, pero las tormentas son esporádicas y, como anticipó Hess, no explican el flujo constante que detectan los observatorios. Por otro lado los indicios apuntan a las grandes explosiones de supernovas dentro de nuestra galaxia como foco de la radiación, pues mirando sus remanentes se ha descubierto que son grandes aceleradores de protones. Y, por último, se sospecha de una fuente mucho más lejana y externa a la Vía Láctea: las galaxias activas, aquellas que tienen un agujero negro supermasivo en el centro, y que podrían ser las responsables de los rayos cósmicos de mayor energía observados en las instalaciones de Pierre Auger.

En esta búsqueda incansable, en el año 2009 un equipo de investigadores utilizó los datos obtenidos por el telescopio Chandra de Rayos X y el Very Large Telescope del Observatorio Europeo del Sur (ESO) al observar los restos de la primera supernova jamás documentada. La historia se remonta al 7 de diciembre del año 185 cuando, sobre el cielo de la provincia de Henán, los astrónomos chinos registraron un llamativo fenómeno estelar. Una luz apareció en pleno día por el sur y permaneció durante seis meses en el cielo hasta desaparecer. La anotación que aparece en el libro del fin de la dinastía Han dice así:

"En el segundo año del periodo Zhongping, en el décimo mes, el día Guihai, una nueva estrella emergió por la puerta del Sur. Parecía tan grande como un yan y tenía colores brillantes y variados, y después se hizo más pequeña hasta que en el sexto mes del año Hou desapareció".

Lo que estaban viendo aquellos súbditos chinos era la primera supernova de la que se tiene registro y que hoy conocemos como SN 185. La explosión estelar se localizó cerca de Alfa Centauri, entre las constelaciones de Circinus y Centaurus, a una distancia de unos 8.000 años luz. Si uno mira al cielo en la misma dirección, encuentra ahora los restos de aquel suceso en forma de una nube gaseosa que los astrónomos han bautizado como RCW 86. Lo que descubrieron los astrónomos es que este tipo de formaciones son una gran fuente de partículas aceleradas y que las energías coinciden con bastantes observaciones de rayos cósmicos hechas en la Tierra. Una supernova como aquella, proponían, podía ser la fuente de algunos de los rayos cósmicos que impactan posteriormente contra nuestros satélites y los equipos de la Estación Espacial Internacional y, por supuesto, a las que siguen impactando en los ojos de los astronautas.

Aquella noticia, y aquella suposición preciosa y especulativa, dio pie a que yo escribiera el artículo que ha servido para titular este libro y que concluía así: “la próxima vez que alguien te pregunte qué ven los astronautas cuando cierran los ojos, ya sabes la respuesta: fogonazos”. La idea era fantástica, pensar que la misma estrella cuyo estallido habían documentado los humanos por primera vez podía haber emitido partículas que golpearon contra el ojo de Aldrin en su viaje hacia la Luna implicaba tantas cosas que daba hasta repelús. Pero la historia no había acabado. Una noche, tiempo después, yo acompañaba a mi buen amigo el neurocientífico Xurxo Mariño de copas por Santiago de Compostela cuando nos encontramos con Enrique Zas y cruzamos unas palabras. Antes de presentármelo, Xurxo me advirtió: “Enrique es el director de la parte española del mayor observatorio de rayos cósmicos del mundo, el Pierre Auger”. Por entonces yo aún andaba dándole vueltas a todo este asunto, así que pocas semanas después le llamé por teléfono y le comenté todas estas historias de luces, chisporroteos y astronautas.

Estos rayos cósmicos que golpean en los ojos de los astronautas, me comentó Enrique Zas después de revisar la documentación que le envié y lo que le comentaba, son rayos de baja energía, y bien puede ser que en los remanentes de supernovas como RCW 86 se hayan acelerado partículas del tipo necesario para producir los destellos descritos por quienes han viajado al espacio. Pero había un problema para que mi teoría de la conexión entre Aldrin y la supernova fuera plausible: la escala de energías y tiempo.

Teniendo en cuenta que la supernova se detectó en el año 185, unos 1.800 años antes que los vuelos espaciales, y está a 8.200 años luz, las probabilidades de que un protón con esa energía alcanzase la Tierra en aquellas fechas es extremadamente baja, porque viajan mucho más despacio que la luz, no se aceleran justo en el momento de la primera explosión (sino cuando la onda expansiva se choca con el espacio interestelar) y estas partículas no van precisamente en línea recta. Enrique me explicó que los rayos cósmicos de bajas energías, que identificamos con los fenómenos de los fogonazos oculares, tardan mucho en llegar hasta nosotros porque los campos magnéticos galácticos los hacen girar y avanzan dando vueltas como una hélice. Es decir, los protones de SN 185 deberían estar aún de camino, revoloteando en la oscuridad del espacio como las chispas que ascienden de una hoguera.

De alguna manera, pensé, no había historia. Daba un poco igual, porque lo interesante era pensar simplemente en esa posibilidad y hacerse una idea de la distancia entre los dos fenómenos, pero de la supernova vista por los chinos hasta los ojos de Buzz Aldrin había un salto poco riguroso. Pero entonces Enrique me comentó algo más. Se calcula que en los últimos tres millones de años ha habido alrededor de 100.000 explosiones de supernovas, con lo que los candidatos a haber emitido esos rayos cósmicos de las misiones Apolo se multiplican. Pero no solo eso, los protones que golpean en las retinas de los astronautas no tienen por qué provenir de regiones más cercanas (por aquello del tiempo que tardan en llegar) sino justamente de eventos producidos hace mucho más tiempo, de supernovas de las que no hay registros escritos, producidas probablemente de antes de que la humanidad existiese. “Son partículas que han quedado atrapadas en los campos magnéticos de la galaxia y tardan mucho tiempo en recorrer grandes distancias”, me explicó, “y la mayoría de las supernovas que las generaron ocurrieron y "se vieron" en la Tierra antes incluso de que existiese ningún Homo sapiens para observarlas”. 

¿Partículas de una explosión que nadie vio, que brillaron sobre el cielo de la primera Tierra y reservaban su mensaje para el futuro? Entonces pensé que sí, que quizá, después de todo, sí tenía una buena historia para comenzar este libro.

* El artículo que inspira esta historia fue publicado el 27 junio de 2009 en Fogonazos. Ésta es una versión ampliada, revisada y editada.